jueves, 19 de marzo de 2009

El Ilustre




Solitario. Aquel domingo nocturno se mantuvo en vilo en su cuartel getsemanisense. No por Indira, ni por las dos damitas que comparten su cama a menudo. No por un encargo académico o por alguna culebra. No. Ahí estaba en su almohada, solo él, y su vómito, solo él y su malestar, incapaz, indefenso, desprovisto de ayuda. Esa noche extrañaba el abrazo cálido de su madre y el aroma de un café en Barranco de Loba. Pudo ser más fácil decirle sí a la guerrilla o infestar la política de ese pueblo inmóvil del que decidió partir en 2003. Más aquí está él. Ese de gran elegancia y de mirada noble. Ese de torrente liberal, se prepara para ser el hombre de cambio que necesita el sur de Bolívar, terruño olvidado por el tiempo. Ese es Luis Carlos Campo Gómez.


“Ya te veré “tramuyando” en Barranco de Loba, robando a dos manos”, le dicen mientras acomoda su taco tras la tercera bola. (Risas) “Nojoda y yo que te iba a poner de jefe de prensa de mi gobierno, así no me sirves compañera”. La blanca hace un ángulo con una fuerza que le pega a la tercera al otro extremo de la mesa. Ella entra. Entra además la sexta bola. Luis Carlos me da la espalda y choca las manos de Leisla sin percatarse de su blanca en movimiento, que lentamente se aproxima a la segunda tronera. “No entres, no entres, no entres” pronunció con hipnosis, pues la bola al fin quedó justo en el vértice, a un centímetro de su muerte. “Ayyy mi amor tú con quien crees que estás jugando”, le dice a Leisla. Ella responde “Ahh bueno, si va a haber un muerto aquí ¡Qué lo haiga! Vamos a apostar la caja de costeñitas al que gane este juego”.


Era mi turno. Estaba de principiante en este deporte machista. A Leisla ya la conocían en el lugar. Venía con frecuencia con el “político corrupto” como le decían en la universidad a Campo. Por ello no me dio pena subir a ese antro, al billar ABBA, con sus paredes mugrientas, sus taburetes percudidos de negro y un cardumen masculino programado para el ocio.


-Tienes un minuto a Tigo? Me pregunta el hijo ilustre de Barranco. Le gustaba que la perdiodista Mónica Balanta lo llamara así durante las emisiones del noticiero radial que presentaron por más de tres meses. “ojala esas palabras hagan ecos en la provincia.. pa que vea usted mi amiga que echaremos pa lo bueno ... pero sin obviar el bien común y general que es la gente linda de mi natal Barranco, que ve en mi un pupilo y futuro líder”.


Luis Carlos habla, duerme y escribe a toda hora su vida materializando su sueño de hacer política. Más tiene una gran disyuntiva en este momento. Ama la radio y por ello desea ejercer un periodismo transparente, objetivo, sin verse comprometido por su partido rojo, plataforma con la que quiere llegar a los estrados políticos de Barranco. El destino no quiso que él estudiara derecho, la vida lo quiso periodista. En su primer examen de admisión no se concentró por estar pensando en Maria Patricia, la mujer de su vida, esa que lo motivó a partir de su pueblo, y que compartió tantas veces sus labios al punto que no pudo concentrarse en las preguntas por aquellos besos perennes en su recuerdo. Dejó de ser abogado por ella, que se fue de la ciudad sin decir nada, quizás con otro, quizás no. Hoy no sabe nada de Maria Patricia.


Fallé mi tiro. Lo intenté nuevamente. Ésta vez si le pegue a la séptima bola. Entró por suerte. “Noo pero no se vale compañera, si repetiste el tiro jejeje”, dijo Campo regalándome una cerveza.


Cuando lo dejó Maria Patricia, Campo y su corazón errante terminaron en Pasto. “Allá hice mis pininos en el modelaje, duré exactamente un año, año en el que me aburrí, aunque me vacilé a un poco de pastusas”. Los pedacitos de cariño que conseguía en Nariño no cubrían los gastos para reparar su corazón roto. Decidió partir. Regresó a Barranco de Loba y encontró todo irreconocible. Su pueblo dormía atestado de Paramilitares, que por lo menos brindaban una tregua que las FARC nunca les concedieron. Se lamentó por la gente que murió por la acción del fusil incólume de los “paras”. “No eran visibles pero allí operaban, y no había que provocarles molestias”. El pueblo exhalaba tranquilidad. Cuenta Luis Carlos que gracias a Dios nunca presenció masacre o muerto alguno. La guerra perjudicó solamente la economía familiar. Les queda un ganado modesto, no es mucho, pero suficiente para sus viejos, quienes desean mirar desde su mecedora el éxito de sus cinco hijos, y así descansar triunfantes con el orgullo en su lápida, por el éxodo de un hijo que partió en busca del amor y regresó con el progreso, la verdad y la reparación de este pueblo macondiano.


Era el turno de Leisla. La número 12 tapaba su objetivo, la octava bola. Mi maestra del billar se subió con un ademán sexy a la mesa, y pasando el taco por su espalda hizo un tiro de gracia que le pegó a su objetivo sin conseguir meterlo en la tronera, que recibió después a la número nueve. Repitió juego y ésta vez metió la octava. “La décima es mía”, dijo Luis Carlos con su salada lengua hipnótica. Y Así fue, ella falló el tiro. Los tacos fueron golpeando y las bolas llegando a su cueva. La mano prodigiosa del joven que aprendió a jugar billar a escondidas de su padre en el pueblo, fueron las ganadoras de este torneo cuyo premio fue la caja de Costeñitas prometida, con una “pipona” de aguardiente como acto seguido. A Leisla le fiaban en el ABBA. Naturalmente no puse un peso. Me fui con ella de ese antro mugriento que me empezaba a agradar. Luis Carlos llamó a unos amigos y a la mujer que lo hizo olvidar a Maria Patricia, Indira, que se molestó por encontrar a su novio borracho en los brazos de otra, bailando, y que siguió en las mieles del alcohol hasta el domingo, gastando el dinero de la pensión, cuartel getsemanisense que por moroso lo ignoró en el calvario de su guayabo.