viernes, 23 de abril de 2010

CALAMAR I


Era lunes festivo y se casaban unos viejos. A lo mejor un par de locas, me dijo cuando unas gotas que caían del sol se perdieron con el sudor de sus brazos y los míos entre el calor de dos horas de viaje en una Van intermunicipal. Calamar no saludaba a los foráneos. Es el único pueblo del trayecto sin nomenclatura visible. Uno sabe que ha llegado, por lo menos por primera vez, cuando apea lejos de la entrada principal. El chofer cobró y nos dejó retirados. Enfrente un caserío de bahareque. Detrás unas casonas por debajo de la vía Carreto-Barranquilla, y un par de vendedores de hicoteas frescas, móviles, encabuyadas, que convidaron a Paola para que nos escoltara hasta la bomba de gasolina, la terminal improvisada de esa tierra pasquinaria. Una vez ahí preguntaríamos por los Eljach, nuestros padrinos por las siguientes veinte horas.


Mi compañero estaba ansioso por conocer a Paola, yo por tomar un par bien frías. La esperamos cinco minutos hasta que apareció coja, maltrecha ¿Se le miden? Abordamos. En el pueblo hay muchas así, dijo el mercader apurado con los cueros nuestros, Viajo mejor con seis pimpinas llenitas, anotó mientras arrastraba un animal de noventa kilos, y otro de apenas sesenta, que provenían con talegos de otro corral más grande, de Cartagena. Me daba pesar porque cada vez que el señor pedaleaba se abría más la costura trasera de su pantalón, transparente del sudor. Llevaba varios años montando a la Paola, pariente lejana de las Zorras, bastante popular en los pueblos de la Costa, mitad bicicleta, mitad coche y carreta y recolector de basura y carruaje fúnebre o para lo que se disponga, fundamental para la economía calamarense. Su conductor, un buen nativo de unos cuarenta y cinco años, desconocía la procedencia de un vehículo comunal cuyo nombre le copia al pasquín, de estos días, por regarse en las calles sin dueño aparente. Desde el año anterior la mitad del molusco ha aparecido en ellos. Sus mañas, su sexo. El prontuario de sus genitales murmurados en la calle de La Albarrada, la del comercio. Un impreso proselitista de sátiras y chismes que se riega entre las puertas sin suscripción y circula libre en las fotocopiadoras esquineras. Esos pasquines que serían, pues, el objeto de nuestras visitas intermitentes.


Y recordé allí que desde que salimos de la ciudad advertidos de la usura en la Terminal, Luis Carlos no hizo más que regatear porque iba corto con la hembrita, su pareja de turno. Me enteré que lo fui en ese momento en el que mirábamos monte, carro y matas y casas, y la abertura del paolero, ya en la porción que comparten celosamente la jurisdicción de Verano, y la que perdió por vivo y por bobo Joaco. Una vez en la Bomba nos convidaron una habitación por un cargo fijo sin restricciones de tiempo. Este señor no respeta, pensé, y me acordé del joyero que una vez piropeó que mi bulto no era de hojas. Y la cuenta iba por dos mil. El paolero, a mitad de camino, resultó conociendo al señor Víctor Eljach, el que vive al lado de Sarita, la alcaldesa. Todo el pueblo los conoce. Y entonces nos llevó a su casa por dos mil pesos más, entrando por Barrio Abajo con rumbo al Camellón. A las once y media arrastrados por la vía principal, sentimos, como dicen, una boda de locas a pleno sol, No sea Ana nos caiga una gripa por acá, gritó mi supuesto amante. Cuál lluvia, no ven que lo que los pringó fue el agua del tanque elevado, refutó el chofer de pantalones rotos. Claro, No ve que mi compañero es de Barranco de Loba, le dije por parecer menos novata, corroncha. Pregunté enseguida si tenía un pasquín y me dijo que no hablaba del tema, que hace ratos no había uno en el pueblo y que paredes y policía eran una sola, y eso que ni un sólo verde adornó nuestro trayecto.


Por estos días importa saber quién escribe qué, si el docente, el político, el heladero, la querida, la loca, el de los bolis, importa donde todos y nadie se culpan. Incluso más que las elecciones. Y llegamos al fin a la casa de Jacho, mojados, clavados y contentos. El viaje salió casi por quince mil pesos cuando a éste le sale por la mitad. El río Magdalena, seco por esos días, nos esperaba a unos cuantos metros caliente. Por ello quizá el señor a nuestro costado reparaba extraño el poncho estampado de Jorge Eliecer Gaitán que mi compañero traía en su cuello y el escándalo del radio que sintonizaba la única estación del pueblo, Calamar Stereo. Le preguntamos al señor por Jassir. Que procure darnos bochachico, habló mi compañero. Adelante, siéntense. Qué verguenza. Él era el viejo Víctor, con la misma cara de su hijo, quien parecía de lejos no haber avisado a los nuevos y molestos inquilinos.


CONTINUARÁ..