miércoles, 26 de agosto de 2009

Aquella molesta inquilina

Hace poco mi madre mandó a tasajear el palo de mango. Quedó tan pelado que por estos días sin televisión, podemos trazar desde adentro el cableado completo de la electrificadora, mientras Miriam desde su ventana centinela puede ver claramente los calzoncillos nocturnos de mi papá, y casi que escuchar lo que emerge de ellos. Sin hojas y sin mangos ha quedado al descubierto la casa, que permanece inmóvil, tal cual como la dejé hace más de quince años.

La vieja estufa sigue en su misma esquina, ya sin poder hornear enyucados y aquel pastel repulsivo de berenjenas con papas, lo único que Jóvita sabía cocinar en ese entonces. Ella sólo se encargaba de consentirnos y de vender pólizas de seguros. Para lo demás estaba Cecilia. Para lavar la ropa, para planchar, para ver las novelas, para alzar el teléfono y poner las quejas sobre las peleas vespertinas con mi hermano y reír interminablemente de Alvarito, la llorona de la cuadra. Cecilia me enseñó a defenderme. Quítate! Eres un estúpido, déjame en paz, déjaméee. Ay Dios mío no puedo con este hijueputa. Ceciliaaa ven por favor, Ceciliaaa. Pero Cecilia no estaba. Había salido con su faldón para la tienda a hacer conversación con Miriam y Rosmeri mientras yo quedaba detrás de mi puerta, apretándola con tanta fuerza con mi cuerpo energúmeno de ocho años, para que Diego no entrara a pegarme, como solía hacer en sus días impúberes. Devuélveme la cartilla.- No te voy a dar nada, devuélveme mis laminitas- Ay Ana María, hay que no me devuelvas esa cartilla de Dragon Ball pa’ que veas tú el poco de golpes que te vas a mamar. En ese instante pujó con tanta fuerza que la puerta, de más cartón que madera, se resintió y terminó por caerse a mi espalda. Ayyy viste, se lo voy a decir a mi papá. Deja que llegue Cecilia.-Ni se te ocurra, tú de aquí no vas a salir. Rápido, ves a coger el martillo. Pero recordé a la cachaquita, la niña del Beeper que Cecilia me había presentado días antes, me encerré en el otro cuarto y le dije el código que estaba anotado en aquel directorio pesado, ¿Cuál es su mensaje?- Papi, Diego me está pegando bien duro y cogió y tumbó la puerta de mi cuarto, ven rápido papi.- Muchas gracias por usar el servicio de Beeper, hasta luego. Ni el tinto y el Piel Roja de Cecilia pudieron parar la cueriza que nos dio mi Papá a mi hermano y a mí por estar de mapuchines peleando por esos muñecos satánicos, como decía Jóvita. Si miras hoy la puerta, verás que el tiempo no ha pasado por ella, sigue allí con sus huecos, sus parches y aquella pintura café que ya no puede maquillar más esa infancia agitada por los puños. Lo único diferente en la única casa que he tenido, es la remodelación a medias que realizó mi Papá justo antes de que llegara la nueva inquilina, la crisis económica.

A Jóvita le costó adaptarse a ella. Cuando no estaba viendo su revista Cromos, o no estaba vendiendo seguros Colpatria, -en ese entonces no existía Cristovisión-, mi madre salía a tomar cerveza con las vecinas y sus cabellos espolvoreados. La crisis y la dimisión de Cecilia acabaron con esa costumbre amistosa y con las salidas a restaurantes finos e islas. Ella es la única culpable de que hoy en día Miriam tenga que sacar su escoba, aún con su terraza limpia, para enterarse cuál de tantos servicios han cortado en mi casa, cuál mujer mete Diego o no a su cuarto y pasarme tarjeta sobre la hora de llegada, cosa que mi Mamá ni hace. Y es que en mi casa no hay intimidad. Papi que chévere esas rejas, tenemos la casa más fresca de la cuadra, le dije hace años cuando no entendía el significado de la palabra, y en la casa ni siquiera existían las cortinas. La nueva inquilina no nos dejó hacer mucho al respecto. La cosa empeoró cuando el árbol de mango que habíamos sembrado en la puerta creció a la par de ella. Mami éste árbol crecerá grandotote y nos dará muchos mangos sabrosos. Sí. Pero nunca contamos con que los vecinos, entre ellos el hijo de Miriam, se montara en las tardes justo cuando pasaban Padres e Hijos y se asomara a la ventana del cuarto, no sé si sin culpas, para mirar un bacanal de brassiers, shorts y a veces pantis que acontecía después del almuerzo. ¡Coño bájense de ahí, qué ustedes no respetan, vayan a sembrar mangos a su casa! Les decía yo a los niños que hacían fiesta mientras la casa quedaba sola.

La casa, mi casa de toda la vida en su exterior sigue igual. Es la única que tiene una columna y varillas superficiales a medio terminar, conserva una gran reja como puerta en la que se meten gatos, hojas, papeles y eso sí, recibos cada vez más caros. Ana, ¿qué le pasó a tu casa?- Se enfermaron los trabajadores Edison, me habían dicho en ese tiempo. Pero poco a poco iba conociendo a la inquilina que descubrió mis ojos en esos diciembres, odiosos ellos, en los que ni siquiera tuvimos para estrenar o tal vez para decorar con arbolito y lucecitas. Aquellos diciembres en los que la inquilina compartía lágrimas con mi papá.

El palo de mango sigue ahí, pelado pero cada vez más grande. Las nuevas generaciones han crecido esperando su temporada de cosecha sin aquel bacanal gratuito porque gracias a Dios ya murió Daniela Franco. La que nunca volvió fue Cecilia, que por cierto metió una demanda por despido injustificado y a veces llama a pedir el aguinaldo. Sigue ahí la estufa con el horno dañado, la puerta remendada, las mismas camas de antaño, la intensa escoba vigía de Miriam, y el carrito lindo afuera, como llama el viejo Lucho a su viejo Monza destartalado. Parece ser que Jesucristo se quedará viviendo en nuestra casa. A la que no he visto más por estos días es a aquella molesta inquilina.


VivaCartagena!!!



lunes, 17 de agosto de 2009

El día que pronostiqué la victoria de Samper

Siempre hemos entrado al revés a la Casona Solariega. Una muralla de piedra caliza que en las noches de picó se desmoronaba como arsenal de un tropel “champetudo”, te recibía en el tercer piso. Han pasado diez años desde que sus hijas decidieron quitarla, entre otras cosas porque el viejo solía pagar por sus propias piedras, aquellas que Aurora removía cuando él dormía en su mecedora centinela, y que luego le vendía con cinismo, al saber que le gustaban tanto como sus mecedoras, y el whisky que ella misma le fiaba.

La terraza era grande, quedaba en el tercer piso. Recuerdo el día en que pronostiqué la victoria de Ernesto Samper, cuando tan sólo tenía seis años y justo después de una noche del Sibanicú en el parque. Todos en la casa apoyaban a Pastrana, le gritaban cual fanáticos. La gente comenzó a llegar a eso de las 12. Ya la yuca, el ñame y el plátano estaban pelados y dispuestos en las ollas que Juana estaba encendiendo a carbón y gasolina. “Juana, ¿cuándo me traes más piedras?”, le dijo mi abuelo a la mensajera de Aurora, quizás como excusa para que le surtiera del licor que le alborotó la diabetes. Mis primos y yo crecimos los domingos en medio de la Cerveza Águila, la lengua de tres mujeres y su madre –cuando no estaban las de Bogotá- y el Black and White del viejo.

Mientras los hombres discutían de política, mis tías se hacían el manicure con la señora gordita que vivía cruzando el parque de Bruselas. Margaret, Martha, Luis Carlos, María Mónica, Diego y yo, nos moríamos del aburrimiento encerrados en el cuarto amarillo en el que domingo tras domingo jugábamos al papá y la mamá. Nuestros padres poco nos dejaban bajar a ese primer piso selvático que tenía matas de plátano, guayabales y una posa séptica que hacía las veces de ring de boxeo. Visitar al abuelo era una costumbre familiar que por obra de Dios no he perdido, pero sí el contacto con mis primos. Cuando pasábamos la gran reja blanca contigua a la muralla caliza, lo primero que leíamos en bronce era Ativoj y Samoht. Inmediatamente inventábamos una aventura en la que debíamos escoger entre tres puertas que se mezclaban entre guayabas, sábilas, mecedoras y un palo de olivo en el que todavía reposa la Virgen María.

Mientras el sancocho hervía y los mayores esperaban el resultado de los comicios ese 7 de agosto, nosotros recorríamos arbitrariamente la casa. La puerta principal te llevaba al vestíbulo donde estaba el televisor que anunciaría a Samper. El trayecto era largo. Pasábamos por cinco cuartos, dos escaleras y un baño, para llegar al balcón que daba a la cocina, y que tenía la vista panorámica más bella que conservo de Cartagena. Ese día había un enorme crucero blanco atracado en el puerto. Cuando bajamos a jugar en el segundo piso abandonado por decenas de mecedoras, telarañas y camas chuecas, la tía Nizla nos pedía que tuviésemos cuidado. Allí, en una sala con dos cuartos y un baño antiguo, jugábamos a las escondidas. Teníamos muchas vías de escape. Una era la escalera que hacia arriba daba para el cuarto de mi abuelo, otra las puertas laterales que daban a los callejones que subían al tercer piso, y la escalera que desde la cocina seguía bajando hacia ese primer piso donde nacían platanitos manzanos entre los nidos de ratas. Jugamos encima de la posa séptica un buen rato mientras arriba le rezaban a Andrés Pastrana. Corrimos por doquier en ese escenario silvestre hasta que la abuela se asomó, con su cara gruñona, por el primer balcón y nos llamó a almorzar. Al subir nos burlamos de José Gregorio, el niño de al lado que siempre se la pasaba jugando carritos en calzoncillos.

A mis primos no les gustaba el sancocho. Yo sí me lo comía con tanto gusto, que me olvidé por un momento de ellos y me perdí de la salida a ese parque que tenía los columpios más chéveres que recuerdo. Me quedé un rato con mi abuelo Thomas, y mientras me sacaba una “galleta” del abdomen le dije “Samper va a ganar”, todo por llevar la contraria a la tradición conservadora que lo llevó un año después a encargar un cuadro de Álvaro Gómez Hurtado, que aún exhibe en su pasillo.

La inocencia me llevó a apoyar a ese sucio rojo. Eran casi las cinco. El televisor trasmitía su discurso victorioso y yo me alegraba de ganarle la apuesta al abuelo. Mientras mis tíos se resignaban a destapar las cajas de Águila que aún quedaban, salí un momento con mi papá y por primera vez leí con juicio lo que decían esas rejas de bronce, “La casona solariega de Thomas y Jovita”, que jamás estuvo tan sola, como ese ocho de agosto del 99 desde la partida de su amada.

En ese momento miré que le faltaban a la muralla algunas piedras calizas.