viernes, 23 de abril de 2010

CALAMAR I


Era lunes festivo y se casaban unos viejos. A lo mejor un par de locas, me dijo cuando unas gotas que caían del sol se perdieron con el sudor de sus brazos y los míos entre el calor de dos horas de viaje en una Van intermunicipal. Calamar no saludaba a los foráneos. Es el único pueblo del trayecto sin nomenclatura visible. Uno sabe que ha llegado, por lo menos por primera vez, cuando apea lejos de la entrada principal. El chofer cobró y nos dejó retirados. Enfrente un caserío de bahareque. Detrás unas casonas por debajo de la vía Carreto-Barranquilla, y un par de vendedores de hicoteas frescas, móviles, encabuyadas, que convidaron a Paola para que nos escoltara hasta la bomba de gasolina, la terminal improvisada de esa tierra pasquinaria. Una vez ahí preguntaríamos por los Eljach, nuestros padrinos por las siguientes veinte horas.


Mi compañero estaba ansioso por conocer a Paola, yo por tomar un par bien frías. La esperamos cinco minutos hasta que apareció coja, maltrecha ¿Se le miden? Abordamos. En el pueblo hay muchas así, dijo el mercader apurado con los cueros nuestros, Viajo mejor con seis pimpinas llenitas, anotó mientras arrastraba un animal de noventa kilos, y otro de apenas sesenta, que provenían con talegos de otro corral más grande, de Cartagena. Me daba pesar porque cada vez que el señor pedaleaba se abría más la costura trasera de su pantalón, transparente del sudor. Llevaba varios años montando a la Paola, pariente lejana de las Zorras, bastante popular en los pueblos de la Costa, mitad bicicleta, mitad coche y carreta y recolector de basura y carruaje fúnebre o para lo que se disponga, fundamental para la economía calamarense. Su conductor, un buen nativo de unos cuarenta y cinco años, desconocía la procedencia de un vehículo comunal cuyo nombre le copia al pasquín, de estos días, por regarse en las calles sin dueño aparente. Desde el año anterior la mitad del molusco ha aparecido en ellos. Sus mañas, su sexo. El prontuario de sus genitales murmurados en la calle de La Albarrada, la del comercio. Un impreso proselitista de sátiras y chismes que se riega entre las puertas sin suscripción y circula libre en las fotocopiadoras esquineras. Esos pasquines que serían, pues, el objeto de nuestras visitas intermitentes.


Y recordé allí que desde que salimos de la ciudad advertidos de la usura en la Terminal, Luis Carlos no hizo más que regatear porque iba corto con la hembrita, su pareja de turno. Me enteré que lo fui en ese momento en el que mirábamos monte, carro y matas y casas, y la abertura del paolero, ya en la porción que comparten celosamente la jurisdicción de Verano, y la que perdió por vivo y por bobo Joaco. Una vez en la Bomba nos convidaron una habitación por un cargo fijo sin restricciones de tiempo. Este señor no respeta, pensé, y me acordé del joyero que una vez piropeó que mi bulto no era de hojas. Y la cuenta iba por dos mil. El paolero, a mitad de camino, resultó conociendo al señor Víctor Eljach, el que vive al lado de Sarita, la alcaldesa. Todo el pueblo los conoce. Y entonces nos llevó a su casa por dos mil pesos más, entrando por Barrio Abajo con rumbo al Camellón. A las once y media arrastrados por la vía principal, sentimos, como dicen, una boda de locas a pleno sol, No sea Ana nos caiga una gripa por acá, gritó mi supuesto amante. Cuál lluvia, no ven que lo que los pringó fue el agua del tanque elevado, refutó el chofer de pantalones rotos. Claro, No ve que mi compañero es de Barranco de Loba, le dije por parecer menos novata, corroncha. Pregunté enseguida si tenía un pasquín y me dijo que no hablaba del tema, que hace ratos no había uno en el pueblo y que paredes y policía eran una sola, y eso que ni un sólo verde adornó nuestro trayecto.


Por estos días importa saber quién escribe qué, si el docente, el político, el heladero, la querida, la loca, el de los bolis, importa donde todos y nadie se culpan. Incluso más que las elecciones. Y llegamos al fin a la casa de Jacho, mojados, clavados y contentos. El viaje salió casi por quince mil pesos cuando a éste le sale por la mitad. El río Magdalena, seco por esos días, nos esperaba a unos cuantos metros caliente. Por ello quizá el señor a nuestro costado reparaba extraño el poncho estampado de Jorge Eliecer Gaitán que mi compañero traía en su cuello y el escándalo del radio que sintonizaba la única estación del pueblo, Calamar Stereo. Le preguntamos al señor por Jassir. Que procure darnos bochachico, habló mi compañero. Adelante, siéntense. Qué verguenza. Él era el viejo Víctor, con la misma cara de su hijo, quien parecía de lejos no haber avisado a los nuevos y molestos inquilinos.


CONTINUARÁ..

viernes, 20 de noviembre de 2009

Noviembre tiene huevo

Michelle Rouillard devuelve corona tras unos 9 mil heridos: 4.941 por arma blanca, 9 abaleados, 14 quemados, y un saldo de muertos ignoto en los festejos de Cartagena.
Michelle Rouillard corona a la nueva Señorita Colombia, Natalia Navarro Galvis.

Jamás había sentido tal apego por las ventanas de emergencia.
La mala costumbre de usar el puesto contiguo al chofer, de la ruta Bosque-Crisanto Luque, me acercó al aroma de noviembre. Al sabor de ese mes festivo que comienza incluso antes, en febrero, cuando muere el Carnaval de Joselito y el país empieza a elegir una veintena de candidatas, decentes, con ADN pudiente y cuerpos cercenados, para reñir en cueros, por la corona de la Señorita Colombia, la Reina, y el morbo del pueblo que un 11 de noviembre debiera exhalar independencia y el despojo de un virreinato cruento que se marcharía de una Cartagena, que en estos soles, reboza de turistas.


Pero noviembre se me reveló después de la noche de brujas.


El sábado que despedía un mes de 29 homicidios, inyectó de alegría a Blas de Lezo, al Socorro, Tacarigua, y otros barrios, que se tiñeron de disfraces, buscapiés, de Maizena, de azulín; de la espuma que migró de los jolgorios en Barranquilla; de las piernas malladas de las conejitas de Hugh Hefner y los hombres que fingieron ser mujeres; de las mujeres que olvidaron ser mamás, y dejaron sus hijos glotones a merced de los vecinos y las sectas satánicas noventeras que, al parecer, prescribieron por una violencia cada vez más rutinaria.


-Antes la gente se disfrazaba era en noviembre.


Asintió la voz gruesa de Gladys Meléndez, quien vistió a su familia de aviadores y médicos, y en ese instante, iba a mis espaldas junto a dos chicas mojadas, que se subieron por el Pie de la Popa hablando de las nalgas de la destituida Señorita Valle, mientras los demás en “El Nene Juanky”-como llamaban a la buseta-, escuchábamos las melodías que sólo suenan en noviembre, el “Coroncoro” de la Niña Emilia, el “Suena Suena Buscapié” de Hugo Bustillo, la Gaita, y la champeta de turno, que escolta el circuito en los Bandos anuales al Reinado Nacional de la Belleza -creado en 1934-, y al de la Independencia de Cartagena - en el 37-, donde hoy centenares de vándalos, se camuflan entre un pan y un circo que se riega como el bostezo.


Y entonces, sentada detrás del chofer un primero de noviembre en la luna de las 8:30, probé por vez primera ese sabor acre con el éxito de Michel y Lilibeth “El Camaleón”, ambientando la parsimonia con la que recogían pasajeros por la Avenida del Lago, que nunca me incomodó con Bazurto, su mercado, hasta que sentí una punción y el hedor impregnado de sus aguas y sus desechos entre escamas de pescado, vísceras de vaca, cerdo, frutas podridas, huevos y animales muertos, y manché de rojo el pañuelo viscoso tras el ataque que reventó una bolsa de porquerías en mi rostro y en el de mi compañero de puesto.


- Por lo menos fue un huevo podrido, no esa agua puerca


- No señora. Si son lo mismo porque ambos infectan,
discutieron los pasajeros al ver la cáscara color piel, rota en el suelo del Nene Juanky, mientras mi compañero y yo sólo implorábamos rapidez a un conductor pringado que se negó a cerrar las puertas con una máxima incuestionable


- Están mamados.


Una vez los labios y nariz ajados, supe que noviembre huele a mierda, y que sus fiestas tienen huevo. Y que en las semanas próximas debía usar las ventanas de emergencia para evitar otro “huevaso”, pues la tradición novembrina da licencia para irrespetar al transeúnte, mojarle, ensuciarle y exigirle dádivas a cambio. Y todo este festín, que se volvió criminal con las horas, despertando con 13 muertos los primeros doce días, sucedió sin que las reinas y unas autoridades triplicadas en eventos del jet set, se percataran a tiempo.


II


José Saray tiene cuatro años “rebuscándose” en las fiestas. Se unta aceite quemado, barro, pintura roja, una aleación auriverde, y cualquier combinación que se encuentre, para pedir plata junto a tres compañeros. Le gusta el Centro, pues, asegura, que se puede hacer más de veinte mil pesos tan sólo en esa zona y en pocas horas,


-las mujeres y los gringos son los que más dan plata.
Cuando le pregunto que por qué lo hace me dice que


-Pa qué más, pa beber. Se ríe y espera mi moneda de 200.
Saray desconoce quién es Pedro Romero. Ignora por qué motivo marchan las comparsas que han salido por la avenida Venezuela en el Bando de la Independencia de las reinas populares. Ignora por qué razón bebe durante dos semanas interminables. Comparte la misma respuesta que los demás “negritos”, a quienes he entregado 2 mil pesos, para llegar ilesa al almacén donde trabajo.


Comparte además la esponja grasienta y un palo altivo rememorando, sin querer, las armas que llevaban los Lanceros Getsemanisenses, que en 1811 se unieron a los mulatos y negros oprimidos para recuperar la igualdad negada por una elite criolla, y junto al habano de Pedro Romero, tomarse la Junta Suprema de Gobierno, logrando así, la independencia de Cartagena, un día como éste, 11 de noviembre, lleno de alcohol, celulitis y tetas gratuitas en carrozas, disfraces, espuma, y una Shakira obesa enjaulada como una loba.


-Yo me pinto es pa espantar.


Pero no alcancé llegar ilesa. Un muchacho me roció con espuma carnavalera, un producto más costoso que el buscapié y que la Maizena-5.000 pesos-, que no mancha, no quema, es de larga duración, y que funciona, entre otras cosas, para lograr mejores atracos.
En Barranquilla se prohibió la Espuma Carnavalera por riesgos sanitarios. Decreto 0082 de 2008.

III

A Mario Mejía le arrancaron de sus posaderas, el bolsillo trasero con un Motorola U9, mientras salía por una boca de la muralla a mirar la Batalla de Flores de la avenida Santander. A sus compañeras de oficina sólo les quitaron 200 mil pesos. Todo esto pasó bajo la nube espumosa de unos mañosos ágiles, una hora antes de que apuñalaran a uno de los asistentes, fuera de los palcos de Cerveza Águila, de un bando que le copió nombre a la parranda de la vía 40 en Barranquilla.

Este año "tuvimos 4.941 consultas por herida de arma blanca, nueve fueron por heridas de arma de fuego, a primer nivel consultaron nueve pacientes quemados por pólvora" dice el director del Centro Regulador de Urgencias de Cartagena, Álvaro Cruz. Otros 4.000 asistirían a consultas por riñas callejeras, accidentes de tránsito y atracos, mientras sobre los muertos, ninguna entidad tendría certeza hasta el momento.

El periodista Luis Carlos Campo contó con la misma suerte que Mario. En las dos veces que ha asistido al bando de san Diego ha sido robado. La última fue por unas damas coquetas que le rociaron espuma mientras estallaba un buscapié, y el aguardiente acababa entre centenares de petardos ilegales que reventaban en sus cabezas y en las de los guerreros, que este año, dejaron a 14 quemados oficiales, según el Departamento Administrativo Distrital de Salud.

La cifra de quemados por pólvora y fuegos artificiales incrementó un 100 % en relación al año anterior. Cifra que no incluyó la muerte de dos niños de dos y cuatro años que ardieron en las brasas de su casa maderada en La Candelaria, mientras, el Cuerpo de Bomberos presume, sus padres, se embriagaban con la hiel y la música de las fiestas de Pedro Romero.

Por infortunio Miguel Ángel Plaza conoce este sabor. Su amigo Alexander Contreras murió abaleado mientras ambos hostigaban a un hombre con agua y harina que se escapó en una motocicleta, propinando disparos, en un retén improvisado para comprar ron, según cuentan testigos del sector de Henequén.

Esta casa vive la tragedia de Alexander Contreras, muerto por participar en un “retén”.

-Es que desde el mismo momento en que te agreden con aceite, con palos, con mierda o a cambio de plata tú estas en el derecho de defenderte,

comenta Jerónimo Cuesta, mientras vamos en el carro que el 14 de noviembre, en el auge de las festividades de independencia, intentaron partirle en un retén en las inmediaciones de Olaya Herrera a cambio de plata.

-Desde ese momento hasta el niño deja de ser un niño, se vuelve delincuente,

susceptible a cualquier agravio, pues, entre otras cosas, en noviembre el trago y el vicio son las constantes, y nadie tiene asegurado la reacción del otro desconocido, ese, a quien se agrede por mala costumbre.

IV

El bandito de las Gaviotas del día 13, famoso por sus guerras de buscapié y sus predecibles riñas, contó este año con una participación masiva de aproximadamente dos mil aficionados a la pólvora, pese a las amenazas de muerte que sufrieron dos de sus organizadores, entre ellos Irma Jiménez, para que no se realizara el evento.

-El bando comienza a llenarse una vez acaba el desfile, después de 6 de la tarde

me dijo alguien a quien llamaremos Jota, que asiste asiduamente a rebuscarse, sin querer herir a nadie, con la venta de estos explosivos que se consiguen desde 200 pesos, dependiendo del cliente, y se venden incluso con “tombos” enfrente, muy a pesar de las prohibiciones.

Jota, quien el resto del año trabaja como lavador de carros, se hace hasta 40.000 pesos en una noche mala con la sola venta de este artefacto enrollado con cinco centímetros de papel y pólvora. Un compuesto peligroso por su difusión irresponsable, que puede comprometer la vida de muchos infantes en estas fiestas que hace años perdieron su horizonte y se volvieron festín de los atracos y el vandalismo.

-La espuma es igual de nociva que la pólvora

alega, mientras se toma una “fría” y me cuenta que un familiar suyo perdió la visión totalmente hace veinte años, cuando le arrojaron varias bolsas con Cal aguada, que se deslizó en su cara, blanca y ardiente, haciendo noche sus días y desgraciando la celebración del triunfo de Lizeth Yamile Mahecha, señorita Atántico 1989.

-¿Y dónde está su primo en estos momentos?

-Dándose mecedor en alguna terraza de Baranquilla.

¿Y dónde se meten los “tombos” en esos momentos?

V

Por casualidad, escucho la respuesta al jurado de la señorita Bolívar y decido cambiar de canal.

- Este país tiene su gente que es pujante y berraca, tenemos de todo, tenemos mares y tierras hermosas y tenemos las reinas que es lo mejor que hay en este país.

Son sus tres razones para convencer a un extranjero de visitar Colombia. Mientras la Señorita Cundinamarca responde a una pregunta estética:

- La persona hace al vestido, no hay nada más importante que la actitud.

Me avergüenza pensar que durante 75 años Cartagena haya celebrado con ahínco un certamen que premia una belleza que termina hasta donde llega la boca. Una belleza que desplazó los antiguos cabildos que desfilaban en honor a la independencia, a la igualdad y a la libertad lograda en ese 11 de noviembre. Un evento social millonario que divide como el muro de Berlín, y reproduce en las pantallas a una Cartagena rica, la de Raimundo, sus niñas, sus eventos, yates y cocteles, y la Cartagena pobre donde el pueblo se malgasta en dos semanas y se acaba mutuamente de riña en riña.

En la mañana del martes 17 despierto con una nueva soberana, la señorita Bolívar, mientras leo las estadísticas de las festividades de independencia en la prensa española, y Campo Elías Teheran Dix comenta con un “bang bang” que el sicariato ha despertado como demonio durante esta primera quincena. Ya mi boca ha sanado. Ahora sí puedo alejarme de las ventanas de emergencia de las rutas de Bosque-Crisanto Luque, por lo menos hasta febrero, cuando despierta noviembre.



lunes, 12 de octubre de 2009

Los exiliados de la Plaza de San Diego


Esa tarde contó con suerte. Mientras llegaban los demás propietarios del suelo, los artesanos presentes permitieron que el muchacho extendiera su bollo aterciopelado con aretes, manillas, atrapa sueños y pulseras, en una de las paredes desnudas del pozo que a las seis en punto se tiñe de colores y nácar, como una traviesa perla que flota en medio de los tres "mares" de un Juan de pantalones apretados.

Simón sentía alivio. Ese martes tendría un jornal pacífico y recompensado si acaso a las autoridades no se le daba por revisar los permisos que deben portar los artesanos para permanecer en cualquier andén del Centro Histórico. El chico tiene 18 años. La edad no lo iguala a los vendedores oficiales de la Plaza de San Diego. Para ello necesitaría 10 años de permanencia en un sitio, como lo exige el procedimiento por el que han pasado decenas de artesanos, a cambio de la Confianza Legítima distrital que por 60 mil pesos lo autorizaría como comerciante informal en ese pedacito de espacio público.

Se iban las cinco y la plaza del Tango Feroz comenzaba a llenarse de guitarras, universitarios y locas, sin traerle a Simón la primera venta del día. El progreso de la penumbra acompañaba el escándalo de unos chicos en el muro que da la espalda al hotel Santa Clara, que no quitaban sus miradas de la entrepierna de alguien parecido a Lorenzo Lamas, aún cuando sus partes estaban cubiertas de un delantal blanco, pantalones cortos y una cuello en V ajustada que enseñaba sus pechos y sus brazos bronceados en el negocio de la esquina de la calle del Torno, justo en frente del puesto concedido a Simón.

El chico se distrajo al componer unos collares en el terciopelo agujerado que colgó en esa parte del pozo descuidando la bicicleta que estaría detrás de él acompañándolo en sus noches de fuga. Cuando quiso voltear se encontró con la cremallera de cobre desprovista de delantal, unas piernas tonificadas y un Juan del Mar curioso que admiraba sus creaciones artísticas.

Los flashes tímidos que apuntaron a Juan en los siguientes segundos bastaron para generar miradas hacia el puesto de Simón. Minutos después de la desaparición del que lenguas picantes señalarían como el "patrón" en la Plaza sandiegana, por el emporio gastronómico que tiene en sus mares, ya el muchacho había hecho treinta mil pesos con la venta de un rosario a una pareja de argentinos. Y con ello vendría el exilio.

***
Ser un artesano exitoso es cuestión de tacto. Depende de la calidad del trabajo y de los materiales, pero también del “marrano”, como se le dice en el argot costeño a las personas que desconocen determinados productos y que están dispuestas a pagar cualquier precio. Recuerde. Alguna vez en su vida usted ha sido "marrano" de algún artesano o de algún comerciante informal. Yo lo fui una vez de Starling Leever Hooker, un artista plástico y diseñador gráfico de la Escuela de Bellas Artes de Cartagena y estudiante de administración naviera y portuaria, que un día cualquiera descubrió la oportunidad en el negocio artesanal y decidió dedicarse a ello.

“Esto es lo que me gusta” dice el sanandresano de 25 años asegurando, con una gran sonrisa, que en un día malo se puede hacer como mínimo 15 mil pesos, poco menos que lo que gana alguien con el salario mínimo promediado a un mes; y en uno de esos días buenos, que asegura son muchos, puede vender hasta 200 mil pesos en chalinas guatemaltecas, aretes oxidados, trenzas, joyas y artesanías de Tuchín, Córdoba, entre otra cantidad de artilugios del Rastafarismo.

Starling, que se asienta desde la mañana adyacente a la Universidad de Cartagena, pertenece, como los artesanos del pozo nacarado de san Diego, a la Asociación de Artesanos de Cartagena -Asoarca- en la que paga cinco mil pesos mensuales para que no pierda vigencia su escarapela de confianza legítima del Distrito.

***
A las siete en punto las cajas de vino tinto comienzan a perderse con la tierra, las colillas de cigarro, y las botellas abandonadas en las zonas verdes de la Plaza. A esa hora hasta el piso tiene sus dueños. La juventud se esparce a la entrada de Bellas Artes, en los muros y en los andenes que bordean este sitio de culto a la tertulia libre y a las copas compartidas. A esa hora el baño de mujeres en aquella tienda usurera de la esquina ya no tiene más papel, y la mujer canosa que barre en horarios intermitentes comienza su faena con los desechos de los fanáticos del clon de Lorenzo Lamas y de cualquier muchachito simpático que se atraviese, como si su mutismo bastara para ahuyentarles. Aquella escoba inquisidora, que no gusta de nadie, advertía también el final de la tranquilidad y de las ventas de Simón.

“Allá viene la dueña del puesto jovencito”, le indicó al artesano que ya comenzaba a acomodarse en la porción del pozo que le pertenecía a la otra por su presunta permanencia. Los artesanos de la perla entre los mares del Juan de pantalones apretados permanecerían allí hasta el último movimiento de sus visitantes. Mientras tanto los otros, artesanos exiliados de cualquier espacio público fijo, pasan sus días entre caminatas bajo el sol y asentamientos temporales con la zozobra de que en cualquier descuido sus mercancías sean decomisadas, y lo único que les quede sea el mantra esperanzador "Dios proveerá".

La noche es larga para Simón y su bicicleta.

jueves, 1 de octubre de 2009

El Centro despierta con sus durmientes


El centro despertó esa vez a las siete en punto. Los portones se desnudaron abriendo su sexo colonial al público, entre almacenes, casonas, hostales, expendios y restaurantes, que daban vida a las callejas que se desocupaban de pordioseros.

Hasta ellas no llegan los gallos. Por ello la fresca sirena y el sonido de las motos verdiblancas en esa mañana de sol arrecho, avisaron puntuales a los durmientes de la zona histórica el inicio de sus jornadas habituales.

Restregar sus lagañas y acomodar los cartones que no estén húmedos, sería para muchos, el primer paso de un viacrucis que dura alrededor de doce horas, hasta que el sol vuelve a su sitio. Para ese primer momento, ya los fruteros se encuentran instalados con sus chazas; las fritangas y jugos móviles comienzan a pedalear por las zonas concurridas, y los “agáchate” legales sacan sus estructuras de madera con carpas y un surtido completo de chócoros, cuya compra se nos ha vuelto una norma consuetudinaria.

Entrada las ocho y sin un primer bocado, un hombre vestido en mugre y pantalones inicia su jornal monedero extendiendo la herida larga y pútrida a la altura de su tibial anterior por los andenes de la calle del Tablón, en los que está prohibido cualquier asentamiento de comercio informal.

El señor es el único que se vende en el sector. Hace parte de la población económicamente activa de Cartagena que no está desempleada. Ignoro si alguna entidad le ha intentado curar la pierna roja por la que pide cada mañana. “¡Niña. Una monedita! ¡Papa, una monedita! ¡Señora, una monedita!”, dice con gracia infantil a todo el que pasa por su frente. Casi siempre me hago la loca, lo confieso. Ese día eran las diez, y abierto Porvenir, Chicha Cremas, y AlPie, ni el mismo sol volvía a saber de su nudismo, ni de su delirio viscoso de goma amarilla.

***
El interior de las Murallas parece una colonia hormiguera. Decenas de personas caminan por las calles y plazas, evitando quemarse con las arepas, patacones y freidores que colindan las esquinas, hasta donde está permitido invadir, al tiempo que esquivan carros en marcha, alertas por la usurera grúa del Tránsito, que con fidelidad le copia a la muerte al querer llevárselo todo.

Atravesar ileso la Calle de la Moneda resulta todo un logro. Los andenes estrechos de una de las arterias más concurridas de la Amurallada, desesperan a cualquier cristiano. O si no, pregúntenle a él, a aquel moreno de piernas confusas que a diario se postra allí, a esperar en sus manos el amor de unos caminantes, que más de una vez le han pisado absolviendo su descuido con monedas de 50. A veces con billetes de mil. Frente a él también pasan las motos y mini carros verdiblancos, escoltando a las camionetas que tienen el perdón de aquella grúa usurera, por un papel con firma y sello de los altos mandos folclóricos que se exhibe en sus curtidos vidrios blindados.

A este señor se le puede encontrar hasta que cae la tarde en el mismo sector. Gana lo suficiente con el servicio que presta, provocar emociones y susceptibilidades en los transeúntes, al estilo de los curas. Si come o no, al parecer no es problema de nadie. Cosa distinta ocurre con un anciano de suéter negro, que camina más de lo que los médicos recomiendan. Me topé con su cabeza entrecana, ese mismo día, de camino al trabajo. El señor habla con alguien, no sé si con el de arriba o con el de abajo, acompañado de un patacón. Le he visto alzar sus manos al cielo y ponerlas en sus sienes. Pero no es muy constante encontrarle. A veces se sube al borde del mar en la avenida Santander a sostener sus charlas mudas. Lo cierto es que el señor oscuro no se dirige a nadie más que con sus fuertes miradas. Ya eran las 12 y media. Hora en que se consumaba mi hambre, y los jugos gástricos descomponían una obra de misericordia sin dueño en un estómago atrofiado por desuso.

Y entonces los pies me llevaron a la Calle del Arzobispado. La Notaría Primera funciona diagonal a donde trabajo. Un joven mono y tiznado que en los pasados días deambulaba con dos cachorros cafés amarrados a su cintura, apareció en esta tarde sin sus acompañantes. Su “presencia” canina le arruinaba las ventas a San Pablo y sus artilugios de salvación, que se han visto desplazados por el nuevo Ángel del Dinero con el Óleo Sanador que promocionan, a precios módicos, emisoras tradicionales. El mono se metía también hacia la Notaría. Los perritos, hoy ausentes, lucían siempre cansados. Más el hombre los acariciaba y los consentía con fuerza quizá para apaciguar mutuamente esa evidente hambre de amor, que le generaba ganancias. En la última semana el Mono estuvo ocupado en el mismo servicio de las emociones, recibiendo dinero por ello, lo que bien podría excluirlo de la ascendente Tasa de Desempleo en Cartagena.

El último día que los vi, iba él con el torso desnudo y ellos sujetos a dos cables coaxiales. Días atrás con unas pitas de colores. “Por fin habría liberado a los cachorros”, dijeron mis compañeras esta tarde al verle solo. Pero dos horas pasaron y con ellas las malas noticias tocaron la puerta.

"Ese man mata a los perritos", le escuché a Daniela, que asegura haber visto al mono con caninos tecnicolores por la Escuela de Bellas Artes.

Unos dicen que cualquier noche se le da por estrangularlos. Otros que los despelleja para su cena. Lo cierto es que, como las charlas ignotas del anciano de negro, nadie conoce con certeza la suerte de los desaparecidos. O por lo menos, nosotros no, los que andamos sin bolillos y sin quepis. Pues cayó la tarde y los verdiblancos, como suelen hacer en sus rondas consuetudinarias, restablecieron el orden público llevándose al mono a mirar si la puerca al fin puso o no, en las trincheras aglutinadas por durmientes históricos, que en el cauce de la noche, retornan a sus andenes coloniales, reservados especialmente para ellos con el permiso que les otorga el Distrito.

*El Estado y sus instituciones están funcionando. Los ciudadanos participan activamente en lo concerniente a sus estudios y resultados. Si los durmientes del Centro Histórico en teoría tienen las condiciones para excluirse en las estadísticas económicas sobre desempleo en el Distrito, no deberían preocuparnos tanto los números.

martes, 15 de septiembre de 2009

Las noches del fantasma del palo de mango


Ya no recuerdo la primera vez en que vi un pipí real. Tengo amigas que confiesan no haber visto un ejemplar durante toda su infancia, que en algunas ha durado hasta los veinte. Ni siquiera un par de calzoncillos con rizados vellos a su alrededor. Pero esa ha sido una de mis imágenes cotidianas. He visto el mismo pipí por años, con los mismos calzoncillos resentidos por sus aires.

A mi Papá Lucho siempre le gustó andar así. Su nudismo no cambió ni después de comprar el aire acondicionado, que ya tiene doce años. Ni tampoco con Cecilia ni con las miradas de los transeúntes. Mientras ella cocinaba y hablaba en las rejas con Miriam, él podía bajar tranquilamente, a veces en toalla, a hurgar entre las puertas de la nevera por algún ingrediente que perfeccionara su brebaje de leche con nuez moscada. Al final no había nada mejor que la nuez moscada. Pero Lucho no era tan grave a comparación de Álvaro, el vecino de a dos casas. Éste se la pasaba lavando el carro con unas licras enterizas que marcaban todas sus penínsulas y golfos, con su remendada manguera dispensadora. Y qué decir de Úrsula, la solterona friolenta que cuando paseaba por la cuadra con sus licras apretadas, comunicaba la temperatura ambiente en sus pechos caídos. Y eso que la tienda del Brayan no quedaba en esa dirección.

Por lo menos mi Papá permanecía en interiores al interior de su casa, así fuera que su puerta principal, de una amplia reja negra, dejara ver sus vellos, su barriga trabajada con cucayo y la cicatriz que dejó aquella Lambretta en su pantorrilla musculosa. Quien no lo conociera creería en su claustrofobia. Le gusta todo a puerta abierta. Para bañarse incluso prefiere el patio. Sin pudor alguno, me puedo lavar los dientes mientras él restriega y enjabona sus partes en estado terminal. Luego sale en sus cueros por todo el pasillo, sin hacerle caso al balcón que todo lo cuenta, para empolvarse el muerto con talco Secco. Es el único que puede con su pH. Y finalmente se acuesta en interiores a ver las películas de Pedro Infante y a repetir los episodios del Chavo del Ocho cuando se acaba el noticiero mexicano.

Yo siempre le he cambiado el canal, todo sea por robarle el control. En el cuarto de Lucho hay una pugna de poderes, de dominios televisivos en horarios tripe A. Mientras él desea ver Vecinos, Jóvita el Show de la Madre Angélica, y yo quiero ver a Homero, todos embutidos cómodamente en la misma cama y con poca ropa, suceden cosas extrañas. Mi padre siempre es el primero en conciliar un sueño acompañado de turbulencias intestinales. En posición fetal duerme con unos cojines a la derecha de la cama, apuntando a mi cuerpo con su esfínter glorioso disfrazado en Leo o Gef. Siempre huele a astromelias o a rosas, según él. Por eso es que mi mamá Jóvita no entiende por qué razón duermo más allá que acá, en mi propia cama, ni por qué razón es un logro arrebatarle el puesto del centro a mi hermano Diego, que contrario a mí, sí queda compactado con su boca abierta llena de brackets y su bóxer entre mis padres durmientes.

Y no es que no haya otro televisor, ni distractores nocturnos. Pero es que cada noche a eso de las 11, un hombre mono visita a mi madre. Ella se levanta intranquila a alertarnos del Mono que nos mira en el palo de mango que da a la ventana, “mírenlo, mírenlo, está ahí, el Mono, el Mono”, mientras Lucho y yo nos reímos del minuto que transcurre la supuesta aparición hasta que Jova reacciona molesta de su trance soñoliento con algunas carcajadas de fondo. Confieso que nos llevó un buen tiempo definir qué clase de primate era el Mono.

Pero eso no es todo. Por estos días Jova le ha declarado la guerra a una hermosa gata que como el Mono, nos visita cada noche y cada mañana. Uno de esos días en que Diego no logró arrebatarme la cama de Lucho, escuché un grito madrugador desde su cuarto. La gata blanca lo miraba fijamente mientras dormía, acostada encima de él. “Échese nojoda, esta gata sí jode”, pero ella como el Mono, parecen no hacer caso y se siguen apareciendo noche tras noche. A veces le doy comida, me gusta jugar con el gato, como le digo, “no le eches comida, porque luego no se quiere ir”, ¿mejor no?. A mí también me ha despertado con sus incómodas serenatas arrebatadas. Siempre le cierro la puerta, aunque me gusta verle ahí, jugar con ella sobretodo cuando Jova y un Lucho en calzoncillos, la echan y ella permanece indiferente deambulando por toda la casa.

“¿Qué tal que como el Mono ella también sea un ángel”, pregunté a mi Mamá que trataba de conciliar el sueño después de haber echado a la gata, que volvería la siguiente noche, y la siguiente, a ver el sueño de su familia de turno, aquella que ve en esas noches fantasmagóricas y nudistas la demostración de un afecto que no ocurre de día por sus agitados horarios cruzados.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Aquella molesta inquilina

Hace poco mi madre mandó a tasajear el palo de mango. Quedó tan pelado que por estos días sin televisión, podemos trazar desde adentro el cableado completo de la electrificadora, mientras Miriam desde su ventana centinela puede ver claramente los calzoncillos nocturnos de mi papá, y casi que escuchar lo que emerge de ellos. Sin hojas y sin mangos ha quedado al descubierto la casa, que permanece inmóvil, tal cual como la dejé hace más de quince años.

La vieja estufa sigue en su misma esquina, ya sin poder hornear enyucados y aquel pastel repulsivo de berenjenas con papas, lo único que Jóvita sabía cocinar en ese entonces. Ella sólo se encargaba de consentirnos y de vender pólizas de seguros. Para lo demás estaba Cecilia. Para lavar la ropa, para planchar, para ver las novelas, para alzar el teléfono y poner las quejas sobre las peleas vespertinas con mi hermano y reír interminablemente de Alvarito, la llorona de la cuadra. Cecilia me enseñó a defenderme. Quítate! Eres un estúpido, déjame en paz, déjaméee. Ay Dios mío no puedo con este hijueputa. Ceciliaaa ven por favor, Ceciliaaa. Pero Cecilia no estaba. Había salido con su faldón para la tienda a hacer conversación con Miriam y Rosmeri mientras yo quedaba detrás de mi puerta, apretándola con tanta fuerza con mi cuerpo energúmeno de ocho años, para que Diego no entrara a pegarme, como solía hacer en sus días impúberes. Devuélveme la cartilla.- No te voy a dar nada, devuélveme mis laminitas- Ay Ana María, hay que no me devuelvas esa cartilla de Dragon Ball pa’ que veas tú el poco de golpes que te vas a mamar. En ese instante pujó con tanta fuerza que la puerta, de más cartón que madera, se resintió y terminó por caerse a mi espalda. Ayyy viste, se lo voy a decir a mi papá. Deja que llegue Cecilia.-Ni se te ocurra, tú de aquí no vas a salir. Rápido, ves a coger el martillo. Pero recordé a la cachaquita, la niña del Beeper que Cecilia me había presentado días antes, me encerré en el otro cuarto y le dije el código que estaba anotado en aquel directorio pesado, ¿Cuál es su mensaje?- Papi, Diego me está pegando bien duro y cogió y tumbó la puerta de mi cuarto, ven rápido papi.- Muchas gracias por usar el servicio de Beeper, hasta luego. Ni el tinto y el Piel Roja de Cecilia pudieron parar la cueriza que nos dio mi Papá a mi hermano y a mí por estar de mapuchines peleando por esos muñecos satánicos, como decía Jóvita. Si miras hoy la puerta, verás que el tiempo no ha pasado por ella, sigue allí con sus huecos, sus parches y aquella pintura café que ya no puede maquillar más esa infancia agitada por los puños. Lo único diferente en la única casa que he tenido, es la remodelación a medias que realizó mi Papá justo antes de que llegara la nueva inquilina, la crisis económica.

A Jóvita le costó adaptarse a ella. Cuando no estaba viendo su revista Cromos, o no estaba vendiendo seguros Colpatria, -en ese entonces no existía Cristovisión-, mi madre salía a tomar cerveza con las vecinas y sus cabellos espolvoreados. La crisis y la dimisión de Cecilia acabaron con esa costumbre amistosa y con las salidas a restaurantes finos e islas. Ella es la única culpable de que hoy en día Miriam tenga que sacar su escoba, aún con su terraza limpia, para enterarse cuál de tantos servicios han cortado en mi casa, cuál mujer mete Diego o no a su cuarto y pasarme tarjeta sobre la hora de llegada, cosa que mi Mamá ni hace. Y es que en mi casa no hay intimidad. Papi que chévere esas rejas, tenemos la casa más fresca de la cuadra, le dije hace años cuando no entendía el significado de la palabra, y en la casa ni siquiera existían las cortinas. La nueva inquilina no nos dejó hacer mucho al respecto. La cosa empeoró cuando el árbol de mango que habíamos sembrado en la puerta creció a la par de ella. Mami éste árbol crecerá grandotote y nos dará muchos mangos sabrosos. Sí. Pero nunca contamos con que los vecinos, entre ellos el hijo de Miriam, se montara en las tardes justo cuando pasaban Padres e Hijos y se asomara a la ventana del cuarto, no sé si sin culpas, para mirar un bacanal de brassiers, shorts y a veces pantis que acontecía después del almuerzo. ¡Coño bájense de ahí, qué ustedes no respetan, vayan a sembrar mangos a su casa! Les decía yo a los niños que hacían fiesta mientras la casa quedaba sola.

La casa, mi casa de toda la vida en su exterior sigue igual. Es la única que tiene una columna y varillas superficiales a medio terminar, conserva una gran reja como puerta en la que se meten gatos, hojas, papeles y eso sí, recibos cada vez más caros. Ana, ¿qué le pasó a tu casa?- Se enfermaron los trabajadores Edison, me habían dicho en ese tiempo. Pero poco a poco iba conociendo a la inquilina que descubrió mis ojos en esos diciembres, odiosos ellos, en los que ni siquiera tuvimos para estrenar o tal vez para decorar con arbolito y lucecitas. Aquellos diciembres en los que la inquilina compartía lágrimas con mi papá.

El palo de mango sigue ahí, pelado pero cada vez más grande. Las nuevas generaciones han crecido esperando su temporada de cosecha sin aquel bacanal gratuito porque gracias a Dios ya murió Daniela Franco. La que nunca volvió fue Cecilia, que por cierto metió una demanda por despido injustificado y a veces llama a pedir el aguinaldo. Sigue ahí la estufa con el horno dañado, la puerta remendada, las mismas camas de antaño, la intensa escoba vigía de Miriam, y el carrito lindo afuera, como llama el viejo Lucho a su viejo Monza destartalado. Parece ser que Jesucristo se quedará viviendo en nuestra casa. A la que no he visto más por estos días es a aquella molesta inquilina.