jueves, 30 de agosto de 2007

Un trip en buseta


No tuvo más remedio que agarrarme el culo.

Aquella señora bronceada y regordeta que por más que no quiera recuerdo, subió al latón tecnicolor, de por sí atestado, con media arepa e' huevo en la diestra y con siniestro escándalo, corrió gelatinosa desde una fritanga, negociando el pasaje que al fin pagó con la moneda grasosa que rebuscó, luego de embutirse, entre su estriado vientre agredido por una licra curtida y unos perniles venosos, quienes en un zigzagueo de “La Pechichona Vol. II” ambientado por una oda a “la rajita”, se embriagaron suplicando mantener a su dueña en pie, que con un gonorrea! lamentó la ausencia de tubo bacteriano, postrando su mano cómodamente en mi sacro trasero, sin siquiera percatarse de la invasión, tal vez por la confusión con algún cojín o por el glaucoma que tendría seguramente por exceso de triglicéridos.

Lo que más le inquietó al pobre no fue sólo el agravio. Su piel de índigo fue usada como servilleta cancerígena a punto de hacer metástasis, pues hirvió en el hediondo sudor emanante de un compacto de carne, sumergida en un perol de ventanas de emergencia, que abandonaría próximo a la India Catalina.

Qué complicado es el transporte público. Me irrita aguantar casi a diario no sólo la viscosidad de nuestra piel insolada, sino los olores a zorrillo muerto, y la humedad intrigante que hay sobretodo en buses como La Pechi, que a fin de cuentas, no son más que “picós” frustrados. Martirio obligado para el Cartagenero que sale estricto.

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La señora nunca se disculpó. O por lo menos el “severo paquete macizo” que exclamó, para mí no lo fue. Sólo sé que se bajó cerca a la clínica de tumores. Y ahí seguía yo. En medio de carcajadas transeúntes.

El cachaquito que ayudaba al conductor no daba la impresión de sparring. Permanecía anémico y erguido en su puesto limitándose a cobrar, con cara parasitaria, los mil pesos que anunciaban verdes carteles de misericordia. De repente el chico se levanta y me dice recogiendo un cartón “mama ábrete”. Le di permiso. Y se paró en la puerta principal colgándose con un ademán del tubo exterior.

Suspendido por varios segundos en la intemperie de un tráfico violento, el niño enseñó con picardía el dedo del corazón al conductor de otra ruta Socorro-Jardines, iniciando un grand prix en la autopista Pedro De Heredia, aferrándose más y más al tubo mientras mayor velocidad ganaba La Pechi. En ese lapso, el cachaco champetudo intercambió hijueputazos cariñosos con el conductor bigotudo, que se perdió del camino cuando dos mototaxis se le atravesaron y una de ellas templó en un angelito de Transcaribe. Nojodaaaaaaaa! Tas mamaooooo se le escuchó al sparring que al vislumbrar su destino, dio un salto de gracia cual puma, que lo coronó como ganador del circuito de Bazurto, el reloj de control.

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La buseta se estaba desocupando, había timbrado tarjeta y andaba un poco lenta. Logré sentarme al lado de un señor silencioso, pensativo, hediondo a cigarro. Sus arrugas se retorcían extrañamente, qué le ocurriría? Lo ignoré por completo, y me fijé en el cardumen de jovencitos bachilleres que se bajó en el reformatorio. Sólo se quedó la niña con el mechón ondulado que tapaba la línea donde debían ir sus cejas, y hacía muecas con sus labios engrasados a un tipo de unos treinta años, quién se postró a su lado, y susurrándole algo la convenció, o no estoy seguro si ella a él, pero era evidente que se desconocían. A los cinco minutos la pareja timbraba. Puente de Bazurto. Imagino. Flower Hill. Aquel hostal del que tanto nos reímos en la universidad. Quedé atónita, yo no fui tan precoz. Sentí de repente un olor a metano. ¿Mi compañero tensionado o el aroma del mercado?

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Desde que cruzamos Bazurto varios personajes se montaron con fines lucrativos. No faltaron los vendedores que con discursos cordiales y programados repartieron confites, menjurjes, comida basura y toda clase de artilugios baratos, igual que el tipo que vendió su voz con una guitarra, o aquellos más desesperados que acudieron a la compasión, a veces justificada, como recurso para conmover a un conjunto que sólo quería llegar a su destino, como la rubia y la morena cicatrizadas por todas partes, con los cabellos chamuscados y el cuerpo basto con prominentes bultos en la entrepierna, que se subieron a contarnos su experiencia de rehabilitación en el seno del todopoderoso, con voces falsas y una historia sexual repartida en las calles y burdeles de Cartagena. Ahora sólo quieren la reincidencia en la sociedad. “Aquí no queremos maricas”, rompió el silencio mi compañero arrugado, desafiando a estos tipos mal siliconados que respondieron de mala cara implorando a Jesucristo le curase al señor la venérea que tiene en el alma. Apuesto que las damitas pintorescas de Araujo se bajaron con menos de mil pesos.

Ya era poco lo que me faltaba para huir de la Pechi Volumen Dos. En ella los rostros convergían en una emulsión cultural, situacional, cada individuo con su historia personal. Yo protagonista. Se varó el bus. Varios pasajeros reclamaron por su pasaje. El pobre y amargado conductor dijo que nos montaría en otro vehículo de la misma ruta. Casualmente en ese instante pasaba “La sensación del bloque”. El conductor le hizo seña para un trasbordo, a lo que su semejante le respondió con señal de pistola, la misma que se hace con el dedito que palpita. Ésta era la buseta del bigotudo que había perdido la carrera hasta el reloj. “Estás mamaoooo”, gritó el sparring de trenzas.

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Llegó otro vehículo. Ya casi pisábamos Chambacú. Seducida por un cigarrillo y sólo por cuidarme de un tétano inminente en la otra buseta, decidí caminar.