lunes, 15 de junio de 2009

Un poco menos miserable


Mi despido esperaba sediento en el restaurante. ¡Carajo! nuevamente llegué tarde. Dos horas después como de costumbre. El patrón ya no creería en la enfermedad intermitente de mi hermana, todas las semanas le salía algo nuevo. La he convertido en una desgraciada hipocondríaca. Qué pesar con la pobre Irma, tan buena y noble ella. Ninguna empresa exitosa pagaría por ese culo de ochenta kilos. Ni yo misma la contrataría. Ella esperando que la llamen de los veinte establecimientos en que repartió su pobre currículo, y yo acá presintiendo que voy a perder el puesto una vez más, como suele pasarme.

Eran las 9 AM y no tenía un solo peso para salir. Tomé el primer taxi que me paró, y sonreí al chofer. Me senté a su lado. Traía la misma ropa que tengo en este momento, una falda de jeans con un top escotado. Mi rostro recién maquillado resultaba agradable, tanto que el negro enfocaba el brillo de mi boca a través del retrovisor. Mientras esperaba que el tipo mirara mis piernas, cosa que no hizo, inicié la conversación. Él no hablaba nada de servicio, sólo se limitaba a responderme con monosílabos de mongól.

Ya íbamos por la Cruz Roja y el silencio permeaba las ventanas del zapatico. El negro no quiso entrar en confianza, y cuando me disponía a rozar accidentalmente su penca grande -digo grande porque la mayoría de las negras que he probado son enormes- el negro prendió el pasacintas y empezó a tararear esas alabanzas aburridas. Tenía que ser evangélico. Gordo, negro y fanático. A lo mejor era gay. No todos los días se encuentra uno con un taxista que le ofrezca 200 mil pesos por estar con él. Yo me lo encontré hace poco, en uno de esos días de retraso en el restaurante. Tengo que admitir que sufro de anorgasmia y que no soy de esas mujeres que le ponen corazón al asunto. Yo sé para qué se hizo la de abajo. Ahí se lubrica el poder.

Le pedí al taxista que llegara a la bomba del Castillo San Felipe para cambiar un billete de cincuenta. Él aprovechó para tanquear. En ese momento me salí del carro y cogí una moto. Luciano me la pagaría en el restaurante. Pregúntame si me importaron los gritos del taxista.

***

Prendí un cigarro y llegué al Portón a las 10 y pico. Luciano, el patrón, me pagó la moto sin decirme nada. Me extrañaba su actitud. Parece ser que su mujer se la está moviendo bien rico por estos días. Eso me alivia. En verdad me exime de ciertas veladas vespertinas. Y es que cada vez que terminaba de repartir los domicilios él me llamaba en privado para que le entregara las cuentas, lo que siempre terminaba en una chupada. Me pagaba el día al doble por chupar su pequeña rojiza. Recuerdo el día en que la conocí. Subí a un apartamento en Manga donde necesitaban personal para un crucero. Irma me acompañó esa vez. A la pobre ni la llamaron. Se quedó en la sala de estar junto con tres muchachos mientras yo charlaba con él. “Mucho gusto Luciano Veroni”, me dijo. No tardó tanto para llegar a la exploración. “Puedo ver su cuerpo?” Yo se lo mostré sin agüero. Por el apartamento se notaba que era un tipo de clase y además tenía ese acento paisa que tanto me excitaba. “Puede chupármela?” “No” le dije. “Ehh, disculpéme. Quería probar si sos una perra”. “Lo puedo ser”. La cosa se ponía caliente. Al final me contrató por tocar su verga. Un ligero roce labial que me volvería la nueva administradora de El Portón. Pero hasta el día de hoy sólo soy aquella que reparte los domicilios, esperando un vil ascenso, o enhorabuena, empreñarme del paisa.

“¿Yuranis ya terminó con los domicilios?””Sí Luciano. Ya entro al despacho” Detestaba el restaurante con los más grandes cojones. Ya era hora de renunciar. El mínimo apenas me alcanzaba para mantener a Irma, y ya me sentía hastiada de saborear esa carne roja y peluda que tanto marchitaba mi aliento y que tanto prorrogaba mi despido.

***

“No todo el tiempo vas a vivir sonsacando tu sexo”, me dijo Irma hace poco cuando llegué. Le prometí que no volvería a la calle. Ella sabe muy bien de sus peligros. De los chancros que se contraen por ahí por unos cuantos pesitos, y de las enemistades femeninas que uno se gana por acabar con la arrechera de unos machos insatisfechos. Ya me harté de lavar la grasa que dejan esas ollas engorda culos de El Portón. Ya me harté de estar llevando domicilios por todo el centro amurallado. Ya me harté de chupar la verga roja y sudorosa de Luciano. “Pero no te vayas de allá sin quedar preñada”, me aconsejó mi hermana que tanto sabe de las mañas de la vida. No en vano ha ido presa un par de veces. A veces pienso que desea me ponga tan cerda como ella para sentirse un poco menos miserable.