El centro despertó esa vez a las siete en punto. Los portones se desnudaron abriendo su sexo colonial al público, entre almacenes, casonas, hostales, expendios y restaurantes, que daban vida a las callejas que se desocupaban de pordioseros.
Hasta ellas no llegan los gallos. Por ello la fresca sirena y el sonido de las motos verdiblancas en esa mañana de sol arrecho, avisaron puntuales a los durmientes de la zona histórica el inicio de sus jornadas habituales.
Restregar sus lagañas y acomodar los cartones que no estén húmedos, sería para muchos, el primer paso de un viacrucis que dura alrededor de doce horas, hasta que el sol vuelve a su sitio. Para ese primer momento, ya los fruteros se encuentran instalados con sus chazas; las fritangas y jugos móviles comienzan a pedalear por las zonas concurridas, y los “agáchate” legales sacan sus estructuras de madera con carpas y un surtido completo de chócoros, cuya compra se nos ha vuelto una norma consuetudinaria.
Entrada las ocho y sin un primer bocado, un hombre vestido en mugre y pantalones inicia su jornal monedero extendiendo la herida larga y pútrida a la altura de su tibial anterior por los andenes de la calle del Tablón, en los que está prohibido cualquier asentamiento de comercio informal.
El señor es el único que se vende en el sector. Hace parte de la población económicamente activa de Cartagena que no está desempleada. Ignoro si alguna entidad le ha intentado curar la pierna roja por la que pide cada mañana. “¡Niña. Una monedita! ¡Papa, una monedita! ¡Señora, una monedita!”, dice con gracia infantil a todo el que pasa por su frente. Casi siempre me hago la loca, lo confieso. Ese día eran las diez, y abierto Porvenir, Chicha Cremas, y AlPie, ni el mismo sol volvía a saber de su nudismo, ni de su delirio viscoso de goma amarilla.
***
El interior de las Murallas parece una colonia hormiguera. Decenas de personas caminan por las calles y plazas, evitando quemarse con las arepas, patacones y freidores que colindan las esquinas, hasta donde está permitido invadir, al tiempo que esquivan carros en marcha, alertas por la usurera grúa del Tránsito, que con fidelidad le copia a la muerte al querer llevárselo todo.
Atravesar ileso la Calle de la Moneda resulta todo un logro. Los andenes estrechos de una de las arterias más concurridas de la Amurallada, desesperan a cualquier cristiano. O si no, pregúntenle a él, a aquel moreno de piernas confusas que a diario se postra allí, a esperar en sus manos el amor de unos caminantes, que más de una vez le han pisado absolviendo su descuido con monedas de 50. A veces con billetes de mil. Frente a él también pasan las motos y mini carros verdiblancos, escoltando a las camionetas que tienen el perdón de aquella grúa usurera, por un papel con firma y sello de los altos mandos folclóricos que se exhibe en sus curtidos vidrios blindados.
A este señor se le puede encontrar hasta que cae la tarde en el mismo sector. Gana lo suficiente con el servicio que presta, provocar emociones y susceptibilidades en los transeúntes, al estilo de los curas. Si come o no, al parecer no es problema de nadie. Cosa distinta ocurre con un anciano de suéter negro, que camina más de lo que los médicos recomiendan. Me topé con su cabeza entrecana, ese mismo día, de camino al trabajo. El señor habla con alguien, no sé si con el de arriba o con el de abajo, acompañado de un patacón. Le he visto alzar sus manos al cielo y ponerlas en sus sienes. Pero no es muy constante encontrarle. A veces se sube al borde del mar en la avenida Santander a sostener sus charlas mudas. Lo cierto es que el señor oscuro no se dirige a nadie más que con sus fuertes miradas. Ya eran las 12 y media. Hora en que se consumaba mi hambre, y los jugos gástricos descomponían una obra de misericordia sin dueño en un estómago atrofiado por desuso.
Y entonces los pies me llevaron a la Calle del Arzobispado. La Notaría Primera funciona diagonal a donde trabajo. Un joven mono y tiznado que en los pasados días deambulaba con dos cachorros cafés amarrados a su cintura, apareció en esta tarde sin sus acompañantes. Su “presencia” canina le arruinaba las ventas a San Pablo y sus artilugios de salvación, que se han visto desplazados por el nuevo Ángel del Dinero con el Óleo Sanador que promocionan, a precios módicos, emisoras tradicionales. El mono se metía también hacia la Notaría. Los perritos, hoy ausentes, lucían siempre cansados. Más el hombre los acariciaba y los consentía con fuerza quizá para apaciguar mutuamente esa evidente hambre de amor, que le generaba ganancias. En la última semana el Mono estuvo ocupado en el mismo servicio de las emociones, recibiendo dinero por ello, lo que bien podría excluirlo de la ascendente Tasa de Desempleo en Cartagena.
El último día que los vi, iba él con el torso desnudo y ellos sujetos a dos cables coaxiales. Días atrás con unas pitas de colores. “Por fin habría liberado a los cachorros”, dijeron mis compañeras esta tarde al verle solo. Pero dos horas pasaron y con ellas las malas noticias tocaron la puerta.
"Ese man mata a los perritos", le escuché a Daniela, que asegura haber visto al mono con caninos tecnicolores por la Escuela de Bellas Artes.
Unos dicen que cualquier noche se le da por estrangularlos. Otros que los despelleja para su cena. Lo cierto es que, como las charlas ignotas del anciano de negro, nadie conoce con certeza la suerte de los desaparecidos. O por lo menos, nosotros no, los que andamos sin bolillos y sin quepis. Pues cayó la tarde y los verdiblancos, como suelen hacer en sus rondas consuetudinarias, restablecieron el orden público llevándose al mono a mirar si la puerca al fin puso o no, en las trincheras aglutinadas por durmientes históricos, que en el cauce de la noche, retornan a sus andenes coloniales, reservados especialmente para ellos con el permiso que les otorga el Distrito.
*El Estado y sus instituciones están funcionando. Los ciudadanos participan activamente en lo concerniente a sus estudios y resultados. Si los durmientes del Centro Histórico en teoría tienen las condiciones para excluirse en las estadísticas económicas sobre desempleo en el Distrito, no deberían preocuparnos tanto los números.
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