Siempre hemos entrado al revés a la Casona Solariega. Una muralla de piedra caliza que en las noches de picó se desmoronaba como arsenal de un tropel “champetudo”, te recibía en el tercer piso. Han pasado diez años desde que sus hijas decidieron quitarla, entre otras cosas porque el viejo solía pagar por sus propias piedras, aquellas que Aurora removía cuando él dormía en su mecedora centinela, y que luego le vendía con cinismo, al saber que le gustaban tanto como sus mecedoras, y el whisky que ella misma le fiaba.
La terraza era grande, quedaba en el tercer piso. Recuerdo el día en que pronostiqué la victoria de Ernesto Samper, cuando tan sólo tenía seis años y justo después de una noche del Sibanicú en el parque. Todos en la casa apoyaban a Pastrana, le gritaban cual fanáticos. La gente comenzó a llegar a eso de las 12. Ya la yuca, el ñame y el plátano estaban pelados y dispuestos en las ollas que Juana estaba encendiendo a carbón y gasolina. “Juana, ¿cuándo me traes más piedras?”, le dijo mi abuelo a la mensajera de Aurora, quizás como excusa para que le surtiera del licor que le alborotó la diabetes. Mis primos y yo crecimos los domingos en medio de la Cerveza Águila, la lengua de tres mujeres y su madre –cuando no estaban las de Bogotá- y el Black and White del viejo.
Mientras los hombres discutían de política, mis tías se hacían el manicure con la señora gordita que vivía cruzando el parque de Bruselas. Margaret, Martha, Luis Carlos, María Mónica, Diego y yo, nos moríamos del aburrimiento encerrados en el cuarto amarillo en el que domingo tras domingo jugábamos al papá y la mamá. Nuestros padres poco nos dejaban bajar a ese primer piso selvático que tenía matas de plátano, guayabales y una posa séptica que hacía las veces de ring de boxeo. Visitar al abuelo era una costumbre familiar que por obra de Dios no he perdido, pero sí el contacto con mis primos. Cuando pasábamos la gran reja blanca contigua a la muralla caliza, lo primero que leíamos en bronce era Ativoj y Samoht. Inmediatamente inventábamos una aventura en la que debíamos escoger entre tres puertas que se mezclaban entre guayabas, sábilas, mecedoras y un palo de olivo en el que todavía reposa la Virgen María.
Mientras el sancocho hervía y los mayores esperaban el resultado de los comicios ese 7 de agosto, nosotros recorríamos arbitrariamente la casa. La puerta principal te llevaba al vestíbulo donde estaba el televisor que anunciaría a Samper. El trayecto era largo. Pasábamos por cinco cuartos, dos escaleras y un baño, para llegar al balcón que daba a la cocina, y que tenía la vista panorámica más bella que conservo de Cartagena. Ese día había un enorme crucero blanco atracado en el puerto. Cuando bajamos a jugar en el segundo piso abandonado por decenas de mecedoras, telarañas y camas chuecas, la tía Nizla nos pedía que tuviésemos cuidado. Allí, en una sala con dos cuartos y un baño antiguo, jugábamos a las escondidas. Teníamos muchas vías de escape. Una era la escalera que hacia arriba daba para el cuarto de mi abuelo, otra las puertas laterales que daban a los callejones que subían al tercer piso, y la escalera que desde la cocina seguía bajando hacia ese primer piso donde nacían platanitos manzanos entre los nidos de ratas. Jugamos encima de la posa séptica un buen rato mientras arriba le rezaban a Andrés Pastrana. Corrimos por doquier en ese escenario silvestre hasta que la abuela se asomó, con su cara gruñona, por el primer balcón y nos llamó a almorzar. Al subir nos burlamos de José Gregorio, el niño de al lado que siempre se la pasaba jugando carritos en calzoncillos.
A mis primos no les gustaba el sancocho. Yo sí me lo comía con tanto gusto, que me olvidé por un momento de ellos y me perdí de la salida a ese parque que tenía los columpios más chéveres que recuerdo. Me quedé un rato con mi abuelo Thomas, y mientras me sacaba una “galleta” del abdomen le dije “Samper va a ganar”, todo por llevar la contraria a la tradición conservadora que lo llevó un año después a encargar un cuadro de Álvaro Gómez Hurtado, que aún exhibe en su pasillo.
La inocencia me llevó a apoyar a ese sucio rojo. Eran casi las cinco. El televisor trasmitía su discurso victorioso y yo me alegraba de ganarle la apuesta al abuelo. Mientras mis tíos se resignaban a destapar las cajas de Águila que aún quedaban, salí un momento con mi papá y por primera vez leí con juicio lo que decían esas rejas de bronce, “La casona solariega de Thomas y Jovita”, que jamás estuvo tan sola, como ese ocho de agosto del 99 desde la partida de su amada.
En ese momento miré que le faltaban a la muralla algunas piedras calizas.
1 comentario:
:D mis abuelos eran liberales hasta la muerte, en el pueblo mas conservadr de la costa, gritaba ebrio todas las noches "que viva el partido liberal" de la epoca de gaviria me acuerdo del general maza marquez, de los bombazos y ahora en retrospectiva pienso que ese pais estaba a punto de derrumbarse, o ya lo hizo y no me di cuenta.
Te felicito por ese final.
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