martes, 15 de septiembre de 2009

Las noches del fantasma del palo de mango


Ya no recuerdo la primera vez en que vi un pipí real. Tengo amigas que confiesan no haber visto un ejemplar durante toda su infancia, que en algunas ha durado hasta los veinte. Ni siquiera un par de calzoncillos con rizados vellos a su alrededor. Pero esa ha sido una de mis imágenes cotidianas. He visto el mismo pipí por años, con los mismos calzoncillos resentidos por sus aires.

A mi Papá Lucho siempre le gustó andar así. Su nudismo no cambió ni después de comprar el aire acondicionado, que ya tiene doce años. Ni tampoco con Cecilia ni con las miradas de los transeúntes. Mientras ella cocinaba y hablaba en las rejas con Miriam, él podía bajar tranquilamente, a veces en toalla, a hurgar entre las puertas de la nevera por algún ingrediente que perfeccionara su brebaje de leche con nuez moscada. Al final no había nada mejor que la nuez moscada. Pero Lucho no era tan grave a comparación de Álvaro, el vecino de a dos casas. Éste se la pasaba lavando el carro con unas licras enterizas que marcaban todas sus penínsulas y golfos, con su remendada manguera dispensadora. Y qué decir de Úrsula, la solterona friolenta que cuando paseaba por la cuadra con sus licras apretadas, comunicaba la temperatura ambiente en sus pechos caídos. Y eso que la tienda del Brayan no quedaba en esa dirección.

Por lo menos mi Papá permanecía en interiores al interior de su casa, así fuera que su puerta principal, de una amplia reja negra, dejara ver sus vellos, su barriga trabajada con cucayo y la cicatriz que dejó aquella Lambretta en su pantorrilla musculosa. Quien no lo conociera creería en su claustrofobia. Le gusta todo a puerta abierta. Para bañarse incluso prefiere el patio. Sin pudor alguno, me puedo lavar los dientes mientras él restriega y enjabona sus partes en estado terminal. Luego sale en sus cueros por todo el pasillo, sin hacerle caso al balcón que todo lo cuenta, para empolvarse el muerto con talco Secco. Es el único que puede con su pH. Y finalmente se acuesta en interiores a ver las películas de Pedro Infante y a repetir los episodios del Chavo del Ocho cuando se acaba el noticiero mexicano.

Yo siempre le he cambiado el canal, todo sea por robarle el control. En el cuarto de Lucho hay una pugna de poderes, de dominios televisivos en horarios tripe A. Mientras él desea ver Vecinos, Jóvita el Show de la Madre Angélica, y yo quiero ver a Homero, todos embutidos cómodamente en la misma cama y con poca ropa, suceden cosas extrañas. Mi padre siempre es el primero en conciliar un sueño acompañado de turbulencias intestinales. En posición fetal duerme con unos cojines a la derecha de la cama, apuntando a mi cuerpo con su esfínter glorioso disfrazado en Leo o Gef. Siempre huele a astromelias o a rosas, según él. Por eso es que mi mamá Jóvita no entiende por qué razón duermo más allá que acá, en mi propia cama, ni por qué razón es un logro arrebatarle el puesto del centro a mi hermano Diego, que contrario a mí, sí queda compactado con su boca abierta llena de brackets y su bóxer entre mis padres durmientes.

Y no es que no haya otro televisor, ni distractores nocturnos. Pero es que cada noche a eso de las 11, un hombre mono visita a mi madre. Ella se levanta intranquila a alertarnos del Mono que nos mira en el palo de mango que da a la ventana, “mírenlo, mírenlo, está ahí, el Mono, el Mono”, mientras Lucho y yo nos reímos del minuto que transcurre la supuesta aparición hasta que Jova reacciona molesta de su trance soñoliento con algunas carcajadas de fondo. Confieso que nos llevó un buen tiempo definir qué clase de primate era el Mono.

Pero eso no es todo. Por estos días Jova le ha declarado la guerra a una hermosa gata que como el Mono, nos visita cada noche y cada mañana. Uno de esos días en que Diego no logró arrebatarme la cama de Lucho, escuché un grito madrugador desde su cuarto. La gata blanca lo miraba fijamente mientras dormía, acostada encima de él. “Échese nojoda, esta gata sí jode”, pero ella como el Mono, parecen no hacer caso y se siguen apareciendo noche tras noche. A veces le doy comida, me gusta jugar con el gato, como le digo, “no le eches comida, porque luego no se quiere ir”, ¿mejor no?. A mí también me ha despertado con sus incómodas serenatas arrebatadas. Siempre le cierro la puerta, aunque me gusta verle ahí, jugar con ella sobretodo cuando Jova y un Lucho en calzoncillos, la echan y ella permanece indiferente deambulando por toda la casa.

“¿Qué tal que como el Mono ella también sea un ángel”, pregunté a mi Mamá que trataba de conciliar el sueño después de haber echado a la gata, que volvería la siguiente noche, y la siguiente, a ver el sueño de su familia de turno, aquella que ve en esas noches fantasmagóricas y nudistas la demostración de un afecto que no ocurre de día por sus agitados horarios cruzados.