domingo, 5 de abril de 2009

La sangre llama

A veces quedan doliendo

heridas que están cerradas

aunque estén cicatrizadas

por dentro siguen ardiendo.


Quién lo creyera. Ese que se acaba de ir alguna vez fue atleta, alguna vez tuvo fama, alguna vez tuvo amor” alguna vez.


El acordeón cadente retumbaba a dos cuadras del parque. Era como si detectara desde distancias inhóspitas el eco de Alfredo Gutiérrez y el aroma de un whisky destilado. La parranda lo llamaba. Él sabía que Los Galileos se reconciliaban cada domingo en un idilio vallenato. La caja, la guacharaca, la amplificación. Cada uno con su instrumento y con sus mujeres. El Creador descansa y ellos recuerdan cómo se siente la juventud, esa que rehúsan a olvidar a pesar de las arrugas y las canas grisáceas. Las de Marquito eran moradas. De vez en cuando se las oscurecía con Bigen.


Los buscaba hasta el cansancio. La parranda galilea era un imán para un Marcos Ortega empapado en sudor y con su acordeón a la espalda. Cual caminante de recovecos, vestía su habitual sudadera, zapatillas Adibas y una camisa de flores, atuendo anticorrosivo para el olvido. La Gacela cojeó ese día desde el Centro hasta el parque de Bruselas.


“A mi hermano le gustaba correr. Era uno de los mejores atletas de Mahates de los años sesenta. Por ese tiempo se escuchaba en La Voz De Las Américas a Bob Canel, el narrador de las Grandes Ligas de Béisbol que era el deporte más jugado en ese tiempo acá en Cartagena. Entonces Marquito le escuchó a él hablar sobre unas olimpiadas en Europa en las que ganó por primera vez un negro la maratón- yo nunca lo escuché- y pues de allí se le metió la idea del atletismo, más porque era negro. Eso fue como a sus 15 años”.


Alfredo Ortega, tres años menor que su hermano atleta, nació en el lapso del Bogotazo. El sol iridiscente de ese domingo excitaba en sus manos el acordeón de Emiliano Zuleta. Lo dominaba perfectamente. Al tiempo, Arnulfo Llerena “el Señorón” interpretaba La Sangre Llama. El imán. Positivo y negativo estaban a punto de colisionar. Marquito Ortega aparecía en la fiesta con su sonrisa incompleta.


Cuando Marquito llegó a Cartagena por ahí en el 64, tenía un estado físico envidiable y por eso lo metí a practicar con la gente del Fernández Baena. Era el único del equipo de atletismo que no estaba en el colegio. Nunca le gustó el estudio, le gustaba la música. Parece mentira pero comenzamos a practicar en el mismo grupo y mira hoy cómo toca Marquito. Como era tan veloz le apodaron La Gacela. Compitió con el Fernández y luego a nivel departamental logrando varios triunfos para el atletismo cartagenero. Luego conoció a Estelita y no por ella, pero desde ese tiempo se vino formando el Marquito que hoy ves aquí”.


Nos saluda con su voz nasal. Aquel que ganó en su juventud dinero y prestigio con sus piernas veloces hoy cojea pidiendo una cuelga por su interpretación magistral. Conoce bien el arte del acordeón. De vez en cuando da clases. Marquito mandas cáscara le dice William “aquí lo que hay es comida mi hermano”. Mientras las Evas galileas ríen y susurran que nadie lo invitó, la cuñada de Marquito repudia con disimulo su presencia. Ya no puede hacer nada, ya está aquí queriendo beber. “Aquí ninguno te va a dar trago, así que deja ser faltoncito” replica Mayito en carcajadas. La vergüenza de Alfredo se derritió en un instante.

“A finales de los 60, él comenzó amores con Estela. Ella era simpática, delgada. Marquito no era feo en ese entonces.


-Eso sí, esa nariz de bruja y los ojos saltones son viejos. Dijo Mayito

-Estela vivía por el Bosque y nosotros en la casona de Manga antes del cementerio en la primera avenida. Marquito a veces se iba corriendo a visitarla. Corría por toda la vía donde pasaba el viejo ferrocarril, por toda esa parte que hoy es la avenida Crisanto Luque. En una de esas se cayó, y tuvo una lesión en la rodilla que lo dejó cojeando, se rompió unos ligamentos, que pues perjudicaron su atletismo. De hecho ya no lo practicaba casi, no era su prioridad. Él le echa la culpa a su rodilla, pero no es así. Marquito comenzó a andar con badulaques, se metía en billares, cabarets, y no permanecía mucho en sus trabajos. Dejó en cinta a Estela”.


Sin un solo trago Marquito interpreta la siguiente tanda con su preciado patrimonio, un acordeón Honner. Si los ojos le faltaran no dejaría de entregarse al ritmo en sincronía con la caja, el timbal, la guacharaca, la voz, en ocasiones los cierra y dura eternos lapsos de oscuridad en los que siente con violencia la energía de la puya, del Son, del merengue, con esos dedos tan hábiles como los de un pianista que acarician los botones como si fuese el delicado cuerpo de una dama de caderas cadenciosas. Los presentes se deleitan al unísono de sus melodías. Marquito es un monstruo. Bravo.


“Y fíjate, el acordeón no fue quien hizo que Marquito se perdiera. Tampoco fue el atletismo, está bien. Tuvo la oportunidad de entrar al muelle y no quiso. Pero Dios le regaló otra oportunidad, otro talento, la música, con la que pudo salir adelante, y bien ves que conserva su don hasta hoy pero lo ha echado a perder. En los Galileos nadie toca como Marquito ¿pero porqué está así de patuleco hoy? por la droga”.

Con la garganta seca y el aliento de hiel Marquito come y recoge su acordeón. No se despide de nadie. La melancolía de su rostro mustio que bordea bruscamente los ángulos de su cráneo se marcha. Se marcha a buscar otro lugar donde emborracharse, con qué emborracharse o a costa de quién. La alegría sigue con la música en la terraza amplia de rejas altas frente al parque de Bruselas. Alfredo se excusa por Marquito. Aun resentido, agradece a Los Galileos que le negaron una copa o una moneda. Se quita un peso de encima, después de todo es su hermano.


Ese es el hermano que más quiero yo/
pero to´a la vida me ha querido fregá.


Nosotros nos hemos cansado de ayudarlo. Siempre vuelve diciendo que ha cambiado, que ya no toma y no consume, que ya está trabajando enseñando a tocar acordeón. Pero vuelve y cae, vuelve y cae. Mi sobrina Rubi duró mucho tiempo sin hablarle. Cuando parió Estela, Marquito vivió con ellas hasta que Rubi cumplió cinco y luego se perdió por casi ocho años. Nadie sabía donde estaba. La droga fue su ruina”.


Hace un año Marcos Ortega negoció su bienestar a cambio de una parte de la venta de la casa familiar en Manga. En ese entonces su integridad costó 25 millones de pesos. Con el parlamento sacado de la tragedia de su vida afirmó una vez más que cambiaría, que dejaría el alcohol, el bazuco, que trabajaría y haría algo productivo por su vida, que le daría la mitad de la herencia a su hija Rubi como efectivamente lo hizo, sin contar que cada que se embriagaba con su mujer de turno la que lo amó con su bolsillo próspero y hoy está en brazos de otro, le formaba un escándalo a Rubi en el silencio de la penumbra exigiendo le devolviera su herencia a retazos, como lo hizo ella sin gastar un peso de ese monto maldito por una rodilla.


“Cuando tuvo el dinero ¿tú crees que apareció más por acá? Antes barría y hacía marañas para levantarse el almuerzo, desde que le dimos la plata ni más volvió. No se acordó de la familia, ni de los Galileos. Tampoco cumplió su promesa, eso era de esperarse, nosotros hicimos lo que pudimos, es su vida, él verá. Cómo será que en tres meses se gastó sus 13 millones y corrió a quitarle a su única hija aquello que nunca le había dado. Ni los Galileos tomaron una sola gota de ron del bolsillo de Marquito. Por eso no lo queremos por acá, que acabe su vida por otra parte”.


Nadie detuvo a Marquito. Nadie se ofreció a llevarlo a los arrabales en donde duerme. La parranda continuó hasta la media noche, hasta la última gota de Old Parr, hasta el cansancio de estos músicos geriátricos. La Gacela llegó cojeando a los lados de la zona Franca, en el callejón perdido que amenaza su estadía por moroso. Se acuesta en un cambuche de cartón al lado de dos muchachitos y sus porros. Enciende el suyo. Marquito duerme como un ángel entre su suciedad y su saliva. La sangre llama a su hermano a la misma hora y en su cama King Size. Alfredo se acuesta en el regazo de una Mayito de ojos tambaleantes. rezó esa noche porque su sueño fuera tan real como el canto de Poncho.


Por eso vivo orgulloso

En compañía de mi hermano

porque yo nací pa´ Poncho
Y Poncho para Emiliano





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