Hace poco mi madre mandó a tasajear el palo de mango. Quedó tan pelado que por estos días sin televisión, podemos trazar desde adentro el cableado completo de la electrificadora, mientras Miriam desde su ventana centinela puede ver claramente los calzoncillos nocturnos de mi papá, y casi que escuchar lo que emerge de ellos. Sin hojas y sin mangos ha quedado al descubierto la casa, que permanece inmóvil, tal cual como la dejé hace más de quince años.
La vieja estufa sigue en su misma esquina, ya sin poder hornear enyucados y aquel pastel repulsivo de berenjenas con papas, lo único que Jóvita sabía cocinar en ese entonces. Ella sólo se encargaba de consentirnos y de vender pólizas de seguros. Para lo demás estaba Cecilia. Para lavar la ropa, para planchar, para ver las novelas, para alzar el teléfono y poner las quejas sobre las peleas vespertinas con mi hermano y reír interminablemente de Alvarito, la llorona de la cuadra. Cecilia me enseñó a defenderme. Quítate! Eres un estúpido, déjame en paz, déjaméee. Ay Dios mío no puedo con este hijueputa. Ceciliaaa ven por favor, Ceciliaaa. Pero Cecilia no estaba. Había salido con su faldón para la tienda a hacer conversación con Miriam y Rosmeri mientras yo quedaba detrás de mi puerta, apretándola con tanta fuerza con mi cuerpo energúmeno de ocho años, para que Diego no entrara a pegarme, como solía hacer en sus días impúberes. Devuélveme la cartilla.- No te voy a dar nada, devuélveme mis laminitas- Ay Ana María, hay que no me devuelvas esa cartilla de Dragon Ball pa’ que veas tú el poco de golpes que te vas a mamar. En ese instante pujó con tanta fuerza que la puerta, de más cartón que madera, se resintió y terminó por caerse a mi espalda. Ayyy viste, se lo voy a decir a mi papá. Deja que llegue Cecilia.-Ni se te ocurra, tú de aquí no vas a salir. Rápido, ves a coger el martillo. Pero recordé a la cachaquita, la niña del Beeper que Cecilia me había presentado días antes, me encerré en el otro cuarto y le dije el código que estaba anotado en aquel directorio pesado, ¿Cuál es su mensaje?- Papi, Diego me está pegando bien duro y cogió y tumbó la puerta de mi cuarto, ven rápido papi.- Muchas gracias por usar el servicio de Beeper, hasta luego. Ni el tinto y el Piel Roja de Cecilia pudieron parar la cueriza que nos dio mi Papá a mi hermano y a mí por estar de mapuchines peleando por esos muñecos satánicos, como decía Jóvita. Si miras hoy la puerta, verás que el tiempo no ha pasado por ella, sigue allí con sus huecos, sus parches y aquella pintura café que ya no puede maquillar más esa infancia agitada por los puños. Lo único diferente en la única casa que he tenido, es la remodelación a medias que realizó mi Papá justo antes de que llegara la nueva inquilina, la crisis económica.
A Jóvita le costó adaptarse a ella. Cuando no estaba viendo su revista Cromos, o no estaba vendiendo seguros Colpatria, -en ese entonces no existía Cristovisión-, mi madre salía a tomar cerveza con las vecinas y sus cabellos espolvoreados. La crisis y la dimisión de Cecilia acabaron con esa costumbre amistosa y con las salidas a restaurantes finos e islas. Ella es la única culpable de que hoy en día Miriam tenga que sacar su escoba, aún con su terraza limpia, para enterarse cuál de tantos servicios han cortado en mi casa, cuál mujer mete Diego o no a su cuarto y pasarme tarjeta sobre la hora de llegada, cosa que mi Mamá ni hace. Y es que en mi casa no hay intimidad. Papi que chévere esas rejas, tenemos la casa más fresca de la cuadra, le dije hace años cuando no entendía el significado de la palabra, y en la casa ni siquiera existían las cortinas. La nueva inquilina no nos dejó hacer mucho al respecto. La cosa empeoró cuando el árbol de mango que habíamos sembrado en la puerta creció a la par de ella. Mami éste árbol crecerá grandotote y nos dará muchos mangos sabrosos. Sí. Pero nunca contamos con que los vecinos, entre ellos el hijo de Miriam, se montara en las tardes justo cuando pasaban Padres e Hijos y se asomara a la ventana del cuarto, no sé si sin culpas, para mirar un bacanal de brassiers, shorts y a veces pantis que acontecía después del almuerzo. ¡Coño bájense de ahí, qué ustedes no respetan, vayan a sembrar mangos a su casa! Les decía yo a los niños que hacían fiesta mientras la casa quedaba sola.
La casa, mi casa de toda la vida en su exterior sigue igual. Es la única que tiene una columna y varillas superficiales a medio terminar, conserva una gran reja como puerta en la que se meten gatos, hojas, papeles y eso sí, recibos cada vez más caros. Ana, ¿qué le pasó a tu casa?- Se enfermaron los trabajadores Edison, me habían dicho en ese tiempo. Pero poco a poco iba conociendo a la inquilina que descubrió mis ojos en esos diciembres, odiosos ellos, en los que ni siquiera tuvimos para estrenar o tal vez para decorar con arbolito y lucecitas. Aquellos diciembres en los que la inquilina compartía lágrimas con mi papá.
El palo de mango sigue ahí, pelado pero cada vez más grande. Las nuevas generaciones han crecido esperando su temporada de cosecha sin aquel bacanal gratuito porque gracias a Dios ya murió Daniela Franco. La que nunca volvió fue Cecilia, que por cierto metió una demanda por despido injustificado y a veces llama a pedir el aguinaldo. Sigue ahí la estufa con el horno dañado, la puerta remendada, las mismas camas de antaño, la intensa escoba vigía de Miriam, y el carrito lindo afuera, como llama el viejo Lucho a su viejo Monza destartalado. Parece ser que Jesucristo se quedará viviendo en nuestra casa. A la que no he visto más por estos días es a aquella molesta inquilina.